miércoles, 11 de mayo de 2011

TPPA: trastorno perceptivo persistente por alucinógenos

Primer capítulo de una entrañable historia de terror Conquense.

MARI TRINI -1-




En lo alto de la pared, dos agujas se movieron para formar un perfecto ángulo recto, revelando que la una de la madrugada estaba al caer. Un viejo televisor proyectaba luces y sombras por todo el salón, coordinándolas en una frenética danza de claroscuros que concedía a la sala un falso halo de misterio. Falso, porque lo que allí ocurría era de lo más mundano: Mari Trini, estudiante de magisterio, estaba viendo la final de Gran Hermano en su decimosexta edición. 

En el sofá, arropada con una manta y acurrucada con las piernas cruzadas, engullía puñados de palomitas de colores que sacaba de un bol oculto en su regazo. Aunque al día siguiente tenía un examen parcial, se había pasado las últimas tardes estudiando a conciencia para permitirse el lujo de quedarse hasta las tantas viendo su programa favorito.  “Nada podrá impedir que esta noche vea la gala”, había dicho a sus compañeras  aquella misma mañana en clase. Además, tampoco es que el examen fuera a ser muy difícil… Un poco de pinta, otro poco de colorea… en fin, magisterio.

Absorta en la mediocridad del espectáculo, Mari Trini se recreaba en los abdominales de  Yeiko, un gogó de 23 años que, a pesar de su dudosa capacidad intelectual, sacudía la libido de la muchacha cada vez que se quitaba la camiseta. Cosa que, para deleite de Mari Trini, hacía más a menudo que construir oraciones gramaticalmente correctas.

En aquel momento, la anciana de estilismo estrafalario que presentaba el reality, se disponía a revelar el nombre del que sería primer finalista del concurso. Mari Trini se llevó un puñado de palomitas a la boca, abducida por la pequeña pantalla. 

—  Y el primer finalista de Gran Hermano 16 es… — La presentadora ocultaba su arrugado rostro con el sobre que custodiaba el nombre del finalista. Lo retiró a un lado y anunció con pose misteriosa —… ¡Lo sabremos sólo durante la publicidad


— ¡Joder! — Gritó Mari Trini poniéndose en pié con brusquedad mientras la anciana anunciaba los politonos de moda previos a los spots publicitarios. La joven estudiante calculó, en base a su basta experiencia en telebasura, que hasta pasados 5 minutos no darían el nombre del primer finalista, así que decidió que sería mejor  aprovecharlos. A oscuras y con la puerta del baño abierta se sentó en el inodoro, lugar estratégico desde el que podía ver la televisión si estiraba el cuello un poco a la izquierda. De esta manera se aseguraba no perderse el gran momento en caso de que el programa volviera antes de lo esperado. Sonrío maravillada por su astucia. Cuando terminó de evacuar, se lavó las manos y corrió rauda cual cervatillo a la cocina para servirse un zumo de piña.

Estaba ya de vuelta en el salón cuando el logo del programa hizo aparición en la pantalla. Justo a tiempo. Mari Trini se dejó caer en el sofá y subió el volumen del aparato esgrimiendo el mando a distancia con maestría.

— Ya est…mos de…elta, y...os a descu…ir quié… — La voz de la presentadora se entrecortaba, mezclándose con un molesto zumbido.

— ¡Joder! ¿Qué coño pasa ahora? — La muchacha se acercó al viejo aparato para dar con el puño un golpe seco sobre su parte superior. 

Para aumentar su frustración, la calidad de la imagen empeoró. La cara de la presentadora, en primer plano,  se desfiguraba y contorsionaba de forma grotesca. Curiosamente, durante un breve instante,  Mari Trini la encontró hasta favorecida. Sacudió un segundo golpazo sobre el aparato y la imagen comenzó a parpadear. El sonido se degeneró en una mezcla de ruido blanco y voces entrecortadas que resultaba ininteligible por completo. La chica frunció el ceño y resopló malhumorada. En un arrebato de frustración, golpeó de nuevo y con más fuerza la superficie de la tele. Esta vez acabó de liarla: La estática invadió la pantalla, y el altavoz vomitó un desagradable pitido que reverberó por toda la habitación durante varios segundos.

¡Me vas a tocar el coño! — Vociferó la muchacha mientras gesticulaba de forma obscena en un perfecto ejercicio de ordinariez. Permaneció inmóvil ante la tele por unos segundos, cabreada y sin saber qué hacer. Como no tenía ni idea de cómo arreglar el aparato, depositó todas sus esperanzas en que, al desenchufar y volver a enchufar el electrodoméstico, todo se solucionase por sí sólo.

Estaba empujando a un lado el mueble de la tele cuando la luz de la lámpara comenzó crecer y decrecer en intensidad, emitiendo un desagradable zumbido. El titileo se volvió más brusco, y las bombillas no tardaron en explotar. Al mismo tiempo, reventó también la pantalla del televisor, escupiendo una metralla de cristales rotos sobre la sorprendida Mari Trini, quien cayó al suelo de culo dando un gritito ahogado. Por todo el apartamento, los aparatos electrónicos enchufados comenzaron a chisporrotear, iluminando con sus fogonazos la vivienda por última vez antes dejarla sumida en la oscuridad. El olor a circuitos quemados lo invadió todo. 

Mari Trini se había asustado. Se había asustado de verdad. Aturdida, se incorporó  con torpeza y pisó con el pie descalzo los cristales rotos que el televisor había desparramado. Se le clavaron en la planta, causándole un punzante dolor. La muchacha dio un alarido que se quebró, casi convirtiéndose en llanto. Cojeó hasta la pared, y se apoyó en ella para retirar a tientas las esquirlas hendidas en su pie. 

— ¡El móvil! — Dijo como una autómata cuando su mente evocó la cara de su madre. Sentía que si no la llamaba caería víctima de la histeria. Tras comprobar que los interruptores no funcionaban, se encaminó hacia su cuarto a través de la oscuridad que había engullido el apartamento, palpando las paredes con las manos. Estaba tan asustada que no advirtió en el leve fulgor rojizo se colaba a través de las persianas semicerradas. Con una sola cosa en la cabeza, alcanzar el móvil cuanto antes, prosiguió su marcha a tientas hasta su alcoba. Se sentó sobre la cama y tomó el teléfono, que reposaba sobre la mesita de noche. 

No  funcionaba. Mari Trini apretaba los botones con ansia sin que el dispositivo reaccionase. Se lo acercó a los ojos para ver qué le pasaba, y reparó en que despedía un suave olor a chamuscado. La joven no supo qué hacer, así que permaneció sentada, y estalló en llanto. Pasados unos largos minutos, decidió que se estaba comportando como una cría. Respiró hondo, se secó las lágrimas con las mangas del pijama e intentó relajarse. 

— Vale, Mari Trini. — Se dijo a ella misma. — Tranquilízate, tía, porque esto simplemente ha sido una subida de tensión. Mañana, cuando amanezca…— Un grito desgarrado rompió el silencio nocturno  y arrancó a Mari Trini de sus pensamientos. El alarido provenía de la calle. La chica tragó saliva, y se giró hacia la ventana. Otro grito se coló a través de los cristales. Respiró hondo por un largo momento, intentando reunir coraje para asomarse a la calle. Sin hacer ruido, se acercó a la ventana y subió la persiana lo justo para poder observar qué ocurría fuera. La noche estaba transformada. El cielo brillaba con un fulgor rojizo que fluctuaba sobre los tejados como una aurora de belleza siniestra. La chica se quedó mirándola embobada hasta que otro grito la trajo de vuelta a la realidad. A lo lejos, donde se abría el único acceso que tenía el callejón en el que Mari Trini vivía, se adivinaba cierto ajetreo. Los ojos de la muchacha  tardaron un par de minutos en enfocar. Al fin distinguieron un frenético ir y venir de sombras… Todo le resultaba muy confuso. Un grupo de aquellas siluetas  pareció abalanzarse sobre algo… ¿o era alguien? A Mari Trini le dio la impresión de que le habían derribado para luego golpearle con salvajismo. Una cacofonía de gritos y gruñidos envolvió el callejón. Venían de más allá de los tejados, escapaban de las ventanas de los apartamentos vecinos, recorrían todo el cielo ardiente como una bandada de pájaros de mal agüero. En la fachada de enfrente, un estrépito de cristales rotos anunció a una mujer precipitarse al vació desde un sexto piso. La joven no pudo hacer otra cosa que quedarse allí paralizada, chillando con impotencia al ver el cuerpo estrellarse contra una furgoneta aparcada. Miró a la ventana desde la que la mujer había caído, y se le heló la sangre. La luna iluminaba parcialmente una silueta, un semblante que la miraba fijamente cobijado en las sombras.

La muchacha se derrumbó llorando sobre el suelo del dormitorio y se hizo un tembloroso ovillo. Los gritos afuera no cesaban. El caos no tardó en hacerse notar dentro de su edificio. Se oían pisadas  en las escaleras. Del piso de arriba llegaban ruidos como de muebles arrastrándose, de cosas pesadas desplomándose… Pataleos. Golpes. Alaridos. Era como si el mundo hubiera enloquecido.

Sollozando, la muchacha reptó por el suelo hasta la cocina. A tientas, cogió el cuchillo más grande que encontró en el cajón de los cubiertos y se arrastró de vuelta a su habitación para esconderse  bajo la cama. Se colocó en postura fetal y cerró los ojos. Por su cabeza pasaron las peores escenas de películas de terror que había visto en su vida, alimentando su paranoia. Aguardó lo que le parecieron horas ahí abajo, congelada por el miedo, llorando y moqueando como un bebé desvalido mientras llamaba entre gemidos inaudibles a su mamá. 

Hacía rato que había perdido la noción del tiempo cuando un extraño sonido llegado desde el otro lado de la puerta principal la sacó de su estado de ensimismamiento. Mari Trini apretó los dientes, nerviosa. Se trataba de una especie olfateo, grave, casi gutural. La joven tragó saliva y apretó el puño entrono al mango del cuchillo, rezando para que lo que quiera que estuviese ahí fuera se marchara. Le prometió al Cristo de su pueblo un manto de seda nuevo si la sacaba de esta, hasta juró que saldría de costalera en Semana Santa… ¡Descalza! Pero sus plegarias, al parecer, no fueron escuchadas. El siniestro visitante se lió a golpes con la puerta, fuertes e insistentes, hasta que la madera se vino abajo.

El contrachapado barato cayó a peso muerto derribando el taquillón del recibidor y golpeando el suelo con estruendo. Mari Trini apenas se atrevía a respirar. Escuchaba los pasos del intruso adentrarse en el apartamento, lentos, seguros, como las pisadas de un depredador. Se detuvieron por un instante, y volvió a escucharse aquel gutural olfateo que casi parecía el gruñido de un cerdo. El sonido de los pasos se reanudó, haciéndose cada vez más cercano. Bajo su cama, Mari Trini miraba con ojos desorbitados por el hueco que dejaba la falda del edredón a pocos centímetros del suelo. Unos pies enfundados en unas zapatillas de felpa hicieron aparición en el umbral del dormitorio. La muchacha se mordió el labio para no chillar. Hasta contuvo la respiración con tal de no delatar su escondite. Aquellos pies se le acercaban lentamente y ella sólo podía mirar con impotencia. Decidió que sería mejor cerrar los ojos para no morir de puro miedo. Las pisadas se detuvieron, dejando paso al silencio. Un silencio que se le antojó eterno. No pudo soportarlo más y abrió los ojos. Todo estaba muy oscuro, pero vislumbró una manaza rechoncha tantear bajo la cama, acercándose a su pie. Chilló. Chilló como nunca había chillado en su vida. Ni los berridos que pegaba desgañitándose años atrás en los conciertos de Alejandro Sanz estuvieron a la altura de aquel chillido. Y eso que allí había nivel…  

Con una fuerza descomunal, la mano la agarró del tobillo y la sacó a rastras de debajo de la cama. Como si de una muñeca de trapo se tratase, Mari Trini quedó colgando bocabajo por la pierna sin poder hacer otra cosa que bracear como loca. El intruso la zarandeó con violencia, y la lanzó por los aires, arrojándola contra el armario. La chica se golpeó de espaldas contra la puerta del mueble y cayó panza arriba, echa un guiñapo. Estaba aún aturdida cuando el intruso se abalanzó sobre ella, aplastándola bajo su desmesurado peso. Pudo entrever una faz fofa y peluda pasar ante sus ojos antes de sentir unos dientes hundirse en su hombro izquierdo. Gritó hasta vaciar por completo sus pulmones. Dejada llevar por su instinto de supervivencia, Mari Trini, que aún asía el cuchillo con la mano derecha, apuñaló repetidas veces el costado de su agresor ignorando el dolor en su hombro. La mole ni se inmutó. Le arrancó un pedazo de carne con los dientes y lo engulló con avidez para volver a morderla, esta vez, junto al cuello. Durante aquel minuto, Mari Trini dejó de existir. Su cuerpo fue poseído por la esencia de lo primario, puro instinto animal. Gruñendo, volvió a hundir el cuchillo, pero ésta vez en el oído de su mastodóntico atacante.  Pareció surtir efecto, pues su agresor se retiró por un segundo. La histérica joven aprovechó para apuñalar su ojo, hundiéndolo en la cuenca hasta el mango. El peso muerto del intruso se desplomó sobre la muchacha, dando espasmos. 

Mari Trini se lo quitó de encima de un empellón, haciéndole rodar a un lado. Sin apenas aliento, se incorporó con ayuda de la pared y se giró para mirar a su atacante. Era un hombre de gran envergadura que parecía estar semidesnudo. Sólo llevaba unos calzoncillos raídos y unas zapatillas de franela viejas. La muchacha le empujó con el pie para darle la vuelta y ver su rostro. Las carnes flácidas del intruso temblaron como el flan al rodar sobre sí mismo, e hizo aparición un rostro pálido, abotargado y manchado de sangre. El cuchillo seguía hincado hasta el fondo en su ojo izquierda, por el que manaba un desagradable fluido. Mari Trini dio una arcada. En aquel semblante grotesco, de bigote poblado y calvicie prominente, reconoció al afable Don Saturnino, su vecino de arriba. Tenía la boca y el pecho peludo cubiertos por la sangre de la joven. Mari Trini derramó las palomitas de colores y el zumo de piña sobre la alfombra.

— Santo Cristo de Santa Ana…— Balbuceó mientras se limpiaba la boca con la manga del pijama. Turbada, se limitaba a mirar el orondo cuerpo inerte de su vecino cuando la invadió un lacerante dolor. Durante el fragor del forcejeo no se había presentado, pero ahora invadía su sistema nervioso como una marabunta hambrienta. Se derrumbó de rodillas, sollozando, y se palpó los profundos desgarros en hombro y cuello, comprobando que la sangre manaba abundante. Tambaleándose, atravesó el pasillo a oscuras hasta el cuarto de baño, donde se lavó las heridas con agua. A tientas, buscó por el armarito del aseo algo para taponar las hemorragias. Sus temblorosas manos no tardaron en dar con algo. 

— Compresas. — Adivinó, palpando un paquete plastificado.

Rompió el plástico del envase con ansia, y se colocó la primera sobre el hombro. Con los dientes arrancó unos trozos de esparadrapo que encontró en el mismo cajón para fijarse la compresa sobre la herida. Hizo lo mismo con una segunda, que colocó sobre el mordisco en la base del cuello. Aún jadeando, se miró en el espejo del lavabo, donde apenas se reflejaba una joven sombría de mirada perdida. Tenía el cabello alborotado, y los mechones se le habían adherido a la cara, que estaba llena de sangre reseca, dejándole una incómoda sensación de tirantez en la piel. No, no se sentía precisamente fina y segura. Llenó el lavabo con agua e introdujo la cabeza dentro, deseando que cuando la sacara despertase de aquella pesadilla. Pero al emerger, lo único que le aguardaba era la penumbra. Sombras y… 

Mari Trini reparó en un resuello ronco que se colaba por la puerta entreabierta del aseo. Se le erizaron los vellos de la nuca. Con el corazón encogido, se asomó al pasillo. En el umbral de su alcoba estaba Don Saturnino, en pié, mirándola con el ojo que le quedaba. Tenía el rostro contorsionado en una mueca demencial. Aquello era imposible. Superaba todo lo que Mari Trini podía comprender. Los quince centímetro de acero del cuchillo aún seguían clavados en su ojo, y allí estaba él, como si nada. Don Saturnino comenzó a caminar hacia ella con pasos torpes. Sus lorzas se bamboleaban, mórbidas, mientras avanzaba con su único ojo clavado en ella. 

 — Don Saturnino…— Alcanzó a decir la muchacha entre gimoteos —… ¿Qué coño está pasando?... ¿Qué coño está pasando?... —prosiguió sin saber qué decir.

Su respuesta fue un gorjeo que recordaba más a un eructo. El hombretón extendió los brazos fofos hacia la muchacha y sus pasos se tornaron zancadas. Mari Trini salió del baño a toda velocidad  y se refugió en el salón, cerrando la puerta tras de sí. No advirtió en los cristales desperdigados por el suelo, y varias esquirlas volvieron a clavarse en las plantas de los pies. Por suerte, la adrenalina mitigó cualquier atisbo de dolor. La muchacha no encontró más salida que el balcón, al que llegó en apenas un instante. Fuera, el cielo seguía fulgurando en rojo. Gritos, sirenas e infinidad de ruidos se acompasaban en una melodía demencial que resonaba por toda la ciudad. Tras ella, Don Saturnino derribaba la puerta y se adentraba en el comedor, acortando la distancia para alcanzarla. La muchacha no se lo pensó y se encaramó a la barandilla enrejada del balcón. Los balcones del edificio sobresalían de la fachada como cornisas. Sólo dos metros de distancia separaban a Mari Trini del balcón del vecino, suspendido a cinco pisos de la calzada.  Pero Mari Trini no se achantó. 

La joven estudiante no era ninguna atleta, pero su salto fue, cuanto menos, espectacular: su pie resbaló justo en el instante previo al salto, durante el impulso. Aspirando un grito,  se precipitó de bruces al vacío. Extendió los brazos hacia delante en un acto reflejo, tratando de asirse a cualquier cosa que detuviera su inminente caída en vano. Mari Trini sintió como el estómago le subía hasta la glotis, la sangre se le agolpaba en las sienes latiendo con la potencia de un bombo mientras que  sus pulmones se congelaban dentro del pecho, haciendo imposible la respiración. Un caótico enjambre de imágenes familiares desfiló ante sus ojos, y entonces lo supo.

— ¡Mamá!— Llamó, pero la palabra apenas salió de sus labios. 

Cayó.

Con un sonido como de tela desgarrándose,  el precipitado descenso de Mari Trini fue interrumpido bruscamente. La muchacha abrió los ojos, aturdida, sin entender qué estaba ocurriendo. Tardó unos segundos en asimilar la nueva perspectiva que el mundo le ofrecía. Estaba cabeza abajo, suspendida a cuatro pisos de altura. La chaqueta de su pijama se había quedado enganchada en una antena de televisión que sobresalía de un balcón, un piso más abajo. 

— ¡Mamááááááááh!— Esta vez el grito resonó más allá del callejón.

1 comentario:

  1. Joder, tremenda historia, anda que no hay que tener imaginación. Gran comienzo,sí señor.

    Te dejaría un comentario más extenso,hablándote de la trama y de Mari Trini xD pero a estas horas la cabeza no la tengo pa' ná...

    Bueno, no seas zanguango y sube pronto la continuación.Sin más que añadir por ahora, un besico.
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    Gambita rebozada.

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