domingo, 1 de mayo de 2011

Vida (un relato sobre las tres moiras).

Una rueca de hueso, más vieja que las propias montañas, giraba y giraba produciendo un ronroneo sincopado que resonaba por toda la caverna. Sólo tres candiles iluminaban aquel  lúgubre y húmedo silo, hogar de Las Tres Hermanas. Cloto, la menor de ellas, sentada al artilugio de costura, pedaleaba mientras sostenía sobre su regazo un esponjoso montón de lana virgen. Sus dedos, huesudos y oscuros como ramas de vid, desmenuzaban la lana en finas hebras. El tosco mecanismo las engullía con avidez, haciéndolas girar en sus bobinas para concebir el hilo trabajado.

– ¡Oh! – Exclamó Cloto. – ¡Qué blancura! ¡Hermana, mira que hilo tan blanco!– 


Láquesis, la mediana, soltó la madeja que sostenía entre las manos y se apresuró a recoger el hilo que brotaba al otro lado de la rueca.

– ¡Qué pureza¡ Cloto, mira su blancura inmaculada…  Brilla como el platino. ¡Maravilloso! – Exclamó Láquesis con fascinación.

– ¡Maravilloso!– Convino Cloto deslumbrada también.

Las dos hermanas se volcaban en su tarea. Mientras la menor hacía girar la rueda y trabajaba la lana virgen, la mediana enrollaba en un ovillo el hilo labrado que salía de la rueca. La blanca tonalidad del filamento comenzó a cambiar paulatinamente  por un intenso dorado. Embelesadas, las dos hermanas no quitaban ojo al hilo.

– Mira hermana, el hilo parece de oro, y es tan suave… es la infancia perfecta. Digna de un príncipe. – Láquesis esbozó una sonrisa mellada.

– ¡Dorado, el color de la felicidad! – Celebró Cloto.

Al poco, el hilo que surgía del artefacto de hueso comenzó a oscurecerse, cambiando el áureo por un deslucido negro alquitrán.

– ¡Láquesis! El hilo se ha vuelto negro como la pez. ¿No será cosa tuya?

Láquesis dio una risotada aguda.

– Un poco de drama hace la vida más interesante, ¿No crees? – respondió guiñando un ojo, sin dejar de enrollar el hilo de lana, ahora negro, en el ovillo. Las dos estallaron en estridentes carcajada.

– ¿Qué le ocurrirá?– Quiso saber Cloto.



– Mal de amores. – Láquesis suspiro con sorna, y las dos hermanas volvieron a reír ruidosamente.

– Pero ten cuidado Láquesis. Si te pasas con el tinte negro, el hilo perderá el lustre, se debilitará.– advirtió Cloto. Láquesis levantó su decrépito dedo índice en pose sabedora.

– Pero con la dosis exacta, puedo hacer que el dorado brille luego con aún más intensidad. ¡Mira, mira! – La anciana sacó un frasquito del bolsillo de su túnica mohosa, y pulverizó su líquido sobre la bobina de la máquina, que no paraba de dar vueltas. El hilo que brotaba comenzó a tornarse cobrizo, y poco a poco su tonalidad fue haciéndose más y más dorada, hasta un punto en el que el mismísimo oro puro hubiera palidecido de envidia.

– Es precioso. ¡Cómo brilla! – dijo Cloto emocionada.

– El dorado es el color de la dicha. – Explicó Láquesis con su voz carrasposa. – Añadamos más tintes. ¡Tengo un montón de colores! – Láquesis mostró su desvencijada dentadura en una sonrisa siniestra.

– ¡Será divertido! – convino Cloto.

Mientras que con una mano Láquesis enrollaba en un ovillo el hilo que manaba de la rueca, con la otra pulverizaba tintes sobre la bobina giratoria del artilugio. Las dos hermanas contemplaron fascinadas al hilo teñirse del verde de la enfermedad, del rojo de la violencia, del azul de la  bonanza, del marrón del conflicto… De repente, la puerta de la estancia se abrió de golpe y las dos hermanas voltearon las cabezas alarmadas.

– ¡Átropos! – susurraron al unísono.

La mayor de las tres hermanas se erguía en el umbral de la puerta vestida con una gruesa túnica negra. Bajo la capucha sobresalía una cabellera fina y poco abundante, como una larga telaraña. Átropos contempló a sus hermanas a través de dos profundas cuencas negras, oscuras como el mismísimo vacío cósmico, e inició el paso con zancadas largas y lentas. Cruzó la estancia derribando montañas de madejas multicolor descuidadamente apiladas, atravesó sin inmutarse las marañas de lana que por todas partes colgaban como enredaderas, y se situó junto a Cloto y Láquesis. De algún lugar bajo su túnica sacó unas tijeras de oro. Las blandió  con una mano esquelética ante la impotente mirada de sus hermanas, y cortó el hilo que brotaba de la rueca de un tijeretazo. Sin mediar palabra, se dio media vuelta, emprendiendo la marcha por el mismo camino por el que había llegado.

– Hermana, eres una aguafiestas. ¡Estábamos en lo más interesante! – Se quejó Láquesis observando con el ceño fruncido a su hermana mayor, que se alejaba en silencio arrastrando su negra túnica tras de sí.

– Bah… Da igual. Yo ya me había aburrido. – dijo Cloto sin detener el mecanismo de la rueca. Durante unos instantes, las dos permanecieron en silencio.

– ¡Oh! – Exclamó Cloto de improviso. – ¡Hermana, mira que hilo tan blanco!


Láquesis soltó la madeja de lana que sostenía entre las manos y se apresuró a recoger el nuevo hilo que brotaba, inmaculado, del mecanismo.

– ¡Qué pureza¡ Cloto, mira su blancura… Brilla como el platino.

– ¡Maravilloso!– Exclamaron al unísono.

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